Nos encontramos frente a la pantalla de televisión, ese flourescente espacio de cruzamiento de lo público y lo privado, o mejor dicho, de producción pública de la sólo aparente subjetividad privada. En principio sería indiferente si sustituimos la pantalla de TV por una de ordenador. Emiten, y no por casualidad (nosotros lo hemos seleccionado) una película porno. Allí se representa, es decir, se pone en escena, la cadena semiótico-corporal que determina las asignaciones de género, sexualidad y sexo. El circuito mamada-follada-eyaculación distribuye la relación entre los cuerpos y entre éstos y el espacio (posiciones relativas y absolutas). En principio las segmentaciones corporeo-genéricas son muy claras. La especial luminosidad del porno, el maquillaje, el vestuario y las actitudes corporales se encargan de generar una artificial estética, casi de juguete o muñeco de plástico, que producen sobre el plano los ideales de hombre y de mujer. Pero ocurre que la transición del plano general (posición relativa) al corto (posición absoluta) adolece de una curiosa y perturbadora característica. Estas transiciones son producidas enteramente mediante el montaje, siempre aplicando un corte desde el plano general al corto, sin que podamos saber si dicho modo de realizar la transición se debe a condiciones puramente técnicas (la caída en el desuso del zoom) o a ¿un despiste de consecuencias insospechadas? El caso es que este efecto de discontinuidad que nos arroja de repente al detalle de la lubricidad genital, a la máxima cercanía a partir de la cual los elementos del plano serían indiscernibles: boca-polla, polla-coño, polla-ano, mano-coño, mano-polla, etc..., digo que esta discontinuidad entre la fácil distinción de los géneros, que no de los sexos, que nos procura el plano general y la fácil distinción de los sexos, que no de los géneros, que proporciona el plano ¿detalle?, abre la posibilidad a una incorporación ambigua del deseo del espectador, generalmente bio-macho masturbatorio, a la corporalidad puesta en juego. Me explico, si al espectador no se le ofrece la posibilidad de seguir enteramente el camino que va del contexto de identificación (plano general) al contexto de la acción (planos cortos de penetraciones, mamadas y demás), es fácil que su identificación genérica haga aguas, lo que produce inmediatamente una transformación de su sexualidad que lo convertirían en la chica-puta que recibe gustosa el gran falo del actor.
Esta distorsión de las pautas de identificación visual que provocan las técnicas cinematográficas del porno tienen una lectura adicional, quizá explicativa, quizá justificadora, pero que se corresponde enteramente, punto por punto, con la ¿accidental? adopción del espectador bio-macho de porno de la posición de la puta. Esta lectura es un poco más forzada, más subjetiva, pero igual de eficaz en cuanto a sus consecuencias. Pensemos en la escena de la penetración en la película porno. Esta escena además constituye el modelo de todas las penetraciones cotidianas, modelo imposible pero real. Mejor sería ampliar nuestro punto de partida del análisis en lugar de únicamente a las penetraciones, a todas las escenas en que es visible el pene. Dejémoslo entonces en que debemos pensar todos los planos en que el falo es protagonista. Ese falo nos hostiga como una presencia abusiva (y no especialmente por su tamaño, sino por su arrogante insistencia). No se le puede desplazar, es ubicuo y casi desbordante. Por tanto es muy difícil acoplarse a la posición del bio-macho fálico para proyectar fantasmáticamente nuestro cuerpo-deseo en la escena. Él lo ocupa todo. A lo mejor Lacan teorizó la imposibilidad de ocupar el lugar del falo a través de esta intuición pornográfica. Sólo quedarían entonces los resquicios, las hoquedades que deja la actriz-puta (evidentemente le estamos presuponiendo a la imagen-pantalla propiedades gravitacionales además de la propiedad de incorporabilidad que posee en evidencia), sus orificios como los lugares en que nuestro deseo puede proyectarse, encontrar un espacio por el que poder transitar. ¿Quién no ha experimentado viendo una película porno tal cercanía al placer y al cuerpo de la actriz-puta que ha llegado a confundir su propio placer con el de ella? ¿No nos asomamos al porno los bio-machos para precipitarnos sobre la pronunciada superficie del cuerpo de la actriz, para pegarnos tanto a sus senos, a sus orificios, que llegamos a desear poseer esos senos y esos orificios, ser nosotros esos senos y esos orificios? ¿Y no desearíamos por extensión, como consecuencia del script, ser follados por esas enormes pollas con que tanto se "deleitan" nuestros cuerpos de puta?
Esto quizá permita explicar también el por qué se nos hace más llevadera una escena lésbica que, aunque desde los presupuestos de la imagen pornográfica industrial sea tan solo una preparación para la llegada del macho, en su captación inmediata y prescindiendo de su posible funcionalidad como off, nos resulta más placentera.
En definitiva todos zorras, todos lesbianas...